viernes, 29 de octubre de 2010

Asesino nocturno


No hubo mas remedio. Tuve que hacerlo. Agarré el cuchillo de la cocina, el que utilizamos cuando hay que cortar algo importante. Lo llevé levantado por el pasillo como en las pelis de género. Me gustaba ver mi sombra contra la pared.

Abrí la puerta lentamente, apestaba a ese olor típico suyo entre naftalina y meado de gato. Me aproximé a la cama. Él estaba durmiendo boca arriba, roncando como un hipopotamo. A su lado estaba la hipopotama. Lancé desde bien arriba el cuchillo contra su pecho. Lo solté. Solo se oyó un pequeño quejido sordo, como si apenas le hubiera dolido.

Enseguida la habitación se inundó de ese olor viscoso y salado de la sangre caliente. Retiré el cuchillo y volví por el pasillo hacia la cocina, con el arma cogida con las puntas de los dedos y alejado de mi cuerpo para no mancharme de sangre.

Abrí el lavavajillas, lo metí dentro. Apenas había dos vasos y tres platos hondos, así que le puse la pastilla y lo encendí a carga media.

Entré en mi habitación, allí estaba mi mochila. La recogí, dí un último vistazo para despedirme de mi antro sin asomo de nostalgia. Salí por la puerta y bajé corriendo por las escaleras para no tener que esperar el ascensor. Se me habría hecho insoportable.

Meses después volví por allí para comer un domingo. Él seguía allí, vivo, alegre, recordandome con su presencia mi fracaso como asesino nocturno.