jueves, 18 de abril de 2019

Clara en Verdaguer

Clara me dejó un 22 de noviembre. Clara me dejó con una llamada de teléfono; fría y distante me dijo que no aguantaba más mis desvaríos. Que era una persona fenomenal, salvo aquellas cosas que para mí eran insignificantes y para ella no. Nada que no hubiera oído ya en otras separaciones. 

Clara era bajita y tenía unos ojos grandes y profundos. Nos costó confesar nuestra edad porque sabíamos que había un abismo. Me doy cuenta ahora que hablo de ella en pasado como si ya no habitara este planeta.

Me gustaba su humor socarrón, su desparpajo, su actitud ante la vida. Una vez me atreví a decirle que había sido mi novia más molona. “Molona”, una palabra que solo puede decir alguien nacido en los setenta. También había cosas que no me gustaban de ella pero siempre las obvié. Eso se hacerlo muy bien cuando estoy enamorado.

Y aún recuerdo cuando nos despedíamos en el andén de Verdaguer y ella se iba a la amarilla y yo a la azul. A veces incluso dejábamos pasar algún tren porque no nos importaba llegar tarde a trabajar, o simplemente porque sabíamos que la frecuencia era buena en la línea azul. Habíamos pasado la noche juntos y yo aún iba flotando camino de Horta pensando que quizá esta vez sí, que había encontrado esa mujer con la que compartiría el resto de mi vida. Porque a mis 46 aun creía en el amor para toda la vida como a los 20, a los 33 y a los 42.

Esta mañana me he vuelto a encontrar con Clara en el pasillo de Verdaguer. He improvisado un “Hola Clara, ¿Como estás?”. He intentado disimular que me moría por dentro. Ella me ha dicho “Hola Jesús, bien ¿y tú?” y luego nos ha engullido la marabunta de las nueve de la mañana y la he visto perderse bajando unas escaleras.


Borré hace tiempo su teléfono pensando qué sería lo mejor. No sé si la veré mas. Ni se si quiero.