En el primer par no habría reparado de no ser por Lourdes. Íbamos andando por Escudellers (una de las tres veces que pasamos por esta calle esa noche) y me lo advirtió.
–Mira –dijo, señalándolos con un gesto y una sonrisa.
Allí estaban, un par de zapatos, no muy viejos pero bastante sucios, apoyados en la persiana bajada de una tienda.
Un par de zapatos abandonados en la calle es poca cosa. Encontrarte otro par al día siguiente en la calle Bonavista llama la atención. Los segundos eran de cordones, negros, y estaban pulcramente depositados en un portal, y los vi también de noche cuando iba camino del metro. Había quedado para cenar y salir, a celebrar nuestro particular jueves santo de pasión. ¿Poesía visual urbana?
Me había olvidado ya de los dos pares de zapatos, pero este viernes, siete días más tarde, a las ocho de la mañana, pasando por la calle Penedès, mis ojos se desviaron a la calle Mariana Pineda. Allí me esperaba un tercer par de zapatos, salones con pinta de pertenecer a una Teresina del barrio, uno en pie y el otro tumbado al lado, con las puntas tocándose. ¿Iba a encontrarme todos los zapatos abandonados en esta ciudad?
Cuando volví a pasar, tres cuartos de hora más tarde, ya no estaban.