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La aguja entró bamboleandose ligeramente. Rompió con facilidad la epidermis, la dermis, la carne, y se introdujo entre los músculos del cuadriceps. “Ahora aspira” dijo Antonia, “nunca debes olvidarte de aspirar”.
Soltó la mano de la pierna y tomó la punta de la jeringuilla. Y aspiró. Ni rastro de sangre. “Ahora aprieta”. El líquido transparente -aparentemente inofensivo- fue desapareciendo lentamente, sin prisa por curar.
“Sacala deprisa, te dolerá menos”. Y la aguja salió apresuradamente. Un poco de alcohol, una tirita, un no-me-ha-dolido, y sin apenas darse cuenta se había inyectado la primera dosis de Avonex del resto de su vida.
1 comentario:
No hay buena literatura sin buenas dosis de sufrimiento personal. Vas a tener que dejarte el corazón en cada página que escribas...
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